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Últimamente se habla mucho de la importancia del marketing en casi todo. Marketing cultural, marketing de las artes, marketing experiencial, marketing de guerrilla… y creeremos que hemos inventado algo nuevo. Sin embargo esto de la imagen, el producto y demás se llevan trabajando desde hace muchos años – sin bien no tan a fondo como hoy en día – y buena prueba de ello es lo que quiero comentaros hoy que tiene mucho que ver con la gestión de una carrera profesional.
Generalmente se dice de los grandes artistas que parecen tocados por una varita mágica, que tienen una sensibilidad especial o que tienen un don. No digo que no haya personas que, de forma natural, tengan ciertas facilidades y capacidades, pero el talento por sí solo no sirve de mucho. Puede que ayude, y que permita vivir de las rentas, pero únicamente el trabajo organizado y sistemático es útil para lograr nuestros objetivos. De nada sirve que si queremos tocar en una orquesta nos sepamos toda la literatura de nuestro instrumento si no podemos tocar pasajes orquestales de forma fluida y contextualizada, al igual que de poco nos vale querer ser un buen gerente – por poner un ejemplo – si no conocemos repertorio.
Y aquí es cuando entra el marketing ancestral, el ideal romántico que nos vendieron en el siglo XIX del artista inspirado por las musas que goza de la inspiración divina y crea obras inimaginables. Esta preciosa ilusión, que persiste en nuestra sociedad desde hace más de cien años, no es más que el envoltorio del trabajo, de la perseverancia y el tesón aunados en la búsqueda de un objetivo. Bien es cierto que el impulso creador es una necesidad muchas veces, pero hay que controlar el entusiasmo y planear, ordenar y finalmente ejecutar. No hay otro truco.
El artista-genio-intemporal no existe. Frente a esa fachada de pianista o gran compositor existen un millar de horas de estudio frente al instrumento, de análisis de la partitura y el estilo, de pruebas y errores de ideas que podían o no funcionar… en definitiva de equivocarse, parar y repetir. Por ello el virtuoso muchas veces es más que nada un artesano, un orfebre de la música capaz de, con tiempo, ganas y su propio ingenio, desarrollar esas interpretaciones que nos dejan con la boca abierta en la sala de conciertos. No digo esto para desprestigiar la profesión, todo lo contrario. Hemos de poner en valor ese lado oscuro y desconocido del proceso creativo, la parte más tediosa y que pone verdaderamente a prueba la fuerza de voluntad de cada uno.
El artesano frente al artista, dos caras de la misma moneda que redundan en un resultado único pero que a nosotros, los miembros del gremio, no ha de sorprendernos por su espontaneidad. Precisamente por ello tenemos que aplaudir, no sólo esa interpretación fantástica o ese conocimiento tan completo de la partitura, sino la superación personal, el trabajo duro, el estudio y las horas hechas música. ¿Puede haber reconocimiento mejor?